Al parecer los bolivianos hemos empezado a pagar el precio de varias décadas de debilitamiento de las instituciones, relativización de la Ley y permisividad social, calamidades que no solamente están condenando a una generación al fracaso y la frustración, sino que pueden conducirnos a una etapa de caos, inestabilidad e inseguridad.

La reciente decisión del Tribunal Constitucional de extender la gestión de las máximas Autoridades del Órgano Judicial más allá de lo que establece la Norma Suprema; y de los miembros de la Asamblea Legislativa de no cumplir con su deber de aprobar una Ley de convocatoria que asegure las elecciones judiciales, muestran una vez más que el contrato social de 2009 ha sido vulnerado en sus bases elementales por quienes tenían el mandato de defender y garantizar su correcto cumplimiento.

Las divisiones radicales que sufren los partidos con representación parlamentaria, la debilidad política del gobierno y el ingreso a una etapa pre electoral, han degenerado en una crisis de Estado caracterizada por la confrontación entre Órganos estatales, la parálisis de la gestión, el conflicto de Poderes y la toma de decisiones que exceden el mandato y las facultades constitucionales, y que pueden derivar en un estado de anomia que implique el bloqueo de los temas económicos, sociales y jurídicos de la agenda nacional, con los graves perjuicios que eso implica.

La consecuencia más devastadora de esta descomposición política es la amenaza constante a la convivencia pacífica, que genera un caldo de cultivo para la frustración y el descontento popular, debido a que la cohesión social corre el riesgo de desmoronarse, dejando un vacío que puede ser llenado fácilmente por la violencia y el enfrentamiento.

La pérdida progresiva del respeto a la ley y a los valores éticos y morales ha dado paso a un panorama desolador, donde la corrupción se ha vuelto moneda corriente y la influencia de grupos corporativistas, con fuertes vínculos políticos, prevalece sobre los derechos fundamentales de la gente. El peor síntoma es una crisis extrema del sistema judicial, carente de idoneidad y transparencia, que genera un escenario donde la ilegalidad se impone, amenazando la seguridad ciudadana y erosionando la confianza en las instituciones encargadas de mantener el orden.

A esto se suman problemas de ineficiencia, burocracia excesiva, interinatos prolongados y opacidad en la información pública, y una creciente inseguridad, fruto del incremento del poder delictivo que ya no tiene freno, y que se refleja en el asesinato de militares bolivianos que enfrentan al contrabando, las ejecuciones y el narcotráfico creciente.

En este estado de cosas, los sectores sociales politizados imponen sus demandas con bloqueos, avasallamientos y amenazas, ejerciendo una presión permanente sobre las debilitadas instituciones, que han perdido la capacidad para proteger los intereses de la mayoría.

En una sociedad donde la corrupción florece y los intereses corporativos dictan las reglas del juego, la meritocracia y el esfuerzo individual son sistemáticamente despreciados. El respeto a las normas y el trabajo honesto, como conductas idóneas y principios de conducta, han sido desplazados por la filiación política y los favores personales, como mecanismos pragmáticos para alcanzar el éxito. Este desplazamiento de los valores fundamentales no solo frena el progreso, sino que también socava la motivación de los individuos para mejorar y contribuir al bienestar colectivo.

La desconexión entre el sistema político y los ciudadanos ha alcanzado niveles alarmantes. La población carece de una voz efectiva para expresar sus necesidades y preocupaciones, mientras los líderes y las autoridades priorizan sus intereses electorales y sus agendas personales y partidistas por sobre la crítica situación financiera del país, la falta de empleo y los problemas cada vez más álgidos de la economía de la gente.

La depreciación de la ley, la relativización de los valores, la transformación de las instituciones y las organizaciones sociales en instrumentos del poder de turno y la corrupción son los síntomas de una sociedad enferma. Necesitamos de una reflexión profunda y una acción enérgica contra las prácticas que amenazan con colapsar el tejido social. Solo a través de un compromiso colectivo con la verdad, la ética y la justicia podremos esperar una recuperación significativa. El camino es difícil, pero la alternativa es la perpetuación de una sociedad sin ley ni valores, condenada a su propia autodestrucción.

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