Todavía recordamos la posesión, a principios de siglo, de un nuevo mandatario. Nos mostraban grandes rituales indígenas en medio del misterio de Tiwanaku. Allá prometieron el reinado de los pueblos indígenas. Prepararon una nueva Constitución Política que giraba vertiginosa alrededor de los “indígena-originario-campesinos”, que aparecían como los nuevos protagonistas de la vida nacional. Todo el rito fue un juramento al mundo de que inauguraban un nuevo Estado, que sería el renacimiento de aquellas naciones diversas y olvidadas. Por fin tendrían su patria. Por fin la educación sería para ellos. Por fin habría médicos y enfermeras que escuchen sus dolores y curen sus males. Por fin serían respetados y se incorporarían a la cultura y a la economía universales.

Dieciséis años después, ayer nos contaba el periódico que uno de nuestros pueblos indígenas, el de los araonas, está a muy poco de desaparecer. La noticia dice que los araonas están tan abandonados que cada día son menos y dentro de nada se terminan. Tirados a la cuneta de la vida nacional, para ellos es mayor la muerte de cada día que la vida que nace de sus entrañas. Es tanta la miseria que los aplasta, que se acaban. No hay nadie cerca para que cuide su salud. No hay escuelas que los preparen para vivir, ni para crecer, ni para dominar la dura naturaleza que los rodea. No existen caminos que les permitan relacionarse con la patria, intercambiar, fecundarse. No pueden descubrir cómo ha cambiado su patria y su planeta, ni pueden seguirles el rumbo.

Los que entraron por Tiwanaku y prometieron el firmamento han inventado nuevas fiestas y han decretado feriados nuevos. Han repartido, entre sus dirigentes, inmedibles e inconfesables fondos para el desarrollo indígena o campesino. Han pasado por el fuego, para regalarlas a sus aliados, las más bellas llanuras orientales. Lo han hecho todo, menos servir a la gente y cambiar para ellos la amarga vida de cada día. Lo han gastado todo, pero no para construir una patria nueva para nadie.

No sé qué piensa usted. Es terrible constatar que las declaraciones de amor y las bellas promesas son tan diferentes de lo que de verdad han hecho en casi dos décadas de disfrutar el Palacio de Gobierno. Es deprimente descubrir que las banderas que levantaron para su entrada triunfal a la política nacional no fueron nunca sus auténticos ideales, ni sus intenciones. Todo era una falaz careta. Todo, mentira.

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