Una de las fallas estructurales en el proceso de construcción del Estado boliviano es la incapacidad histórica de lograr un sistema de justicia independiente que goce de credibilidad y legitimidad frente a la población, garantizando las libertades ciudadanas mediante la sustentación del estado de derecho y el orden democrático. Lamentablemente, Bolivia sufre un profundo y peligroso proceso de desinstitucionalización del sistema judicial, lo cual socava las bases mismas del propio estado nacional.
En un sistema democrático, los límites al poder, determinados mediante la división de los poderes públicos, en distintos órganos del Estado, y su distribución territorial mediante las autonomías establecidas en la Constitución Política del Estado, constituyen la base del sistema delineado para evitar los abusos de las autoridades frente a los ciudadanos. Dado que la búsqueda de la gobernabilidad generalmente establece que quien controla el Ejecutivo también tiene la mayoría en el Legislativo, la justicia se convierte en la gran salvaguarda frente a la concentración del poder político de los otros dos órganos del Estado.
Estos límites al poder se dan mediante la posibilidad de demandar ante la justicia la inconstitucionalidad de las leyes que aprueben las mayorías legislativas o de los decretos y resoluciones administrativas que se aprueben desde el Ejecutivo, además de sus funciones esenciales como las de resolver las controversias entre particulares o garantizar un efectivo derecho a la defensa de los ciudadanos frente al Estado.
Demás está decir que, cerca de cumplir el Bicentenario de la República, el sistema judicial en Bolivia no cumple con ninguna de estas condiciones. La situación planteada por el fracaso de la Asamblea Legislativa en concertar un proceso de selección de candidatos y convocatoria de elecciones, según el defectuoso sistema previsto en la actual Constitución, condujo al país ante el dilema de generar un vacío de poder por la conclusión del mandato constitucional de los altos magistrados de la nación, o la solución planteada por ellos mismos con su prorroga de mandato, la cual genera una situación no prevista en nuestro orden jurídico, con lo cual se cuestionará la ilegitimidad de sus actos a partir de la fecha de conclusión del mandato para el cual fueron electas las actuales autoridades judiciales.
Esto constituye una verdadera crisis del Estado en sí mismo, tanto por la gravedad del cuestionamiento ciudadano y legal a la legitimidad del Órgano Judicial y su rol equilibrador entre los poderes públicos y garantista de los derechos fundamentales de los ciudadanos, como por el fracaso colectivo del conjunto de los poderes públicos, que se han bloqueado mutuamente para imposibilitar el logro de un acuerdo que hubiera permitido encontrar una salida constitucional al problema planteado por la finalización de los mandatos de quienes conforman los principales tribunales de la nación.
Esta crisis tiene su origen en el desastroso sistema previsto en la Constitución del 2009, el cual lleva a la votación popular la elección de los magistrados, previa una selección de candidatos de carácter político en la Asamblea Legislativa, eliminando toda posibilidad de selección y elección de carácter meritocrático, principio que debiera constituir la base fundamental de la idoneidad, probidad e independencia de quienes conforman los tribunales del Estado en todos sus niveles.
La solución siempre ha existido, la Asamblea Legislativa debe aprobar una ley por la cual convoca a representantes de la academia, la magistratura, los colegios profesionales y la sociedad civil, para que la coadyuven en el proceso de selección de los candidatos, comprometiéndose por la misma norma a seleccionar a los mejores calificados. Esto ofrecería a los ciudadanos las garantías de una elección real entre profesionales con las mejores condiciones y les daría a estos últimos la confianza de presentarse sin que se les exija lealtad partidaria para ser seleccionados.
Para que esta solución sea factible es imprescindible que quienes controlan el sistema político nacional renuncien al control partidario de los tribunales, lo que equivale que acepten someterse al poder de una justicia independiente, algo que no se ha logrado avanzado ya el siglo XXI mientras que se continúa degradando la justicia y profundizando la desinstitucionalización del Estado nacional.